lunes, 19 de julio de 2010

Editorial de Godard! N ° 24

“El cine peruano desaparece y no pasa nada”. La frase le pertenece a Armando Robles Godoy, una de las personas que más ha hecho por mejorar las condiciones de producción del cine nacional. Robles Godoy lanzó esta frase, durísima pero lúcida, porque sabía que sus propias películas –entre ellas, La Muralla Verde (1970)- habían caído en el agujero negro del olvido. Y es que, por mucho tiempo, la existencia del cine peruano era una simple anécdota para los cinéfilos alrededor del mundo. Incluso, para los que nacimos en este país, era obvio que vivíamos en una especie de prehistoria.

Por eso, porque nuestro cine es aún subdesarrollado, nadie se rasgó las vestiduras cuando el crítico argentino Quintín proclamó a los cuatro vientos que con Días de Santiago (2004) empezaba el cine peruano de verdad. Si alguien hubiera dicho algo parecido sobre La Ciénaga (2001), Japón (2002) o La Sagrada Familia (2006), todos los críticos de América Latina hubieran saltado, y con razón. Pero Quintín pudo tomarse al cine peruano como una broma, y salirse con la suya. Nos preguntamos dónde estaban los amos y señores del rigor y la objetividad, los críticos valentones que defienden al Consejo Nacional de Cinematografía (CONACINE) a capa y espada, y que exigen respeto para un bodrio como Tarata. Lo más seguro es que hayan estado sentados al lado de Quintín, en el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) de 2004.

Por eso, nos causa gracia la reacción encolerizada que originó nuestra anterior editorial, una clara demostración de que algunos colegas -por ejemplo, Isaac León Frías- no soportan que el cine peruano sea llamado “un cero a la izquierda”, al menos de puertas para adentro. Nosotros tampoco creemos que todo lo que hayan hecho nuestros cineastas sea nulo, pero jamás mandaremos a la hoguera a ninguna persona que piense lo contrario (por ejemplo, Quintín y siguen firmas), porque aquí no estamos hablando del cine francés, del cine japonés o del cine mexicano. Lo que siempre hemos creído, y seguiremos creyendo hasta que se hagan mejores películas, es que el nivel promedio local es bastante pobre, salvo excepciones -a las que nos hemos referido en las veinticuatro ediciones de esta revista.

Ciertamente, hubo progresos en los últimos años; en godard! hemos comentado suficientes obras de interés como para que la frase de Robles Godoy merezca ser revisada. En coyunturas como esta, cuando Contracorriente y Octubre están ganando premios internacionales, y es fácil caer en el triunfalismo, debemos tener presente que el cine peruano aún tiene que recorrer un largo camino para ser una realidad madura. Porque el punto de llegada no es un Oscar o un premio en Cannes, CONACINE tiene que hacer un mayor esfuerzo para que los cineastas jóvenes -como Fernando Montenegro o Rafael Arévalo- se sientan representados y tengan la confianza de que sus proyectos serán debidamente evaluados. Pero eso no ocurre, y es lamentable que algunos críticos apañen, con su silencio, un escenario tan injusto.

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